“En la vida llega un momento, y creo que es fatal, al que no se puede escapar, en que todo se pone en duda: el matrimonio, los amigos, sobre todo los amigos de la pareja. El hijo no, el hijo nunca se pone en duda. Y esa duda crece alrededor de uno. Esa duda está sola, ha nacido de una soledad. Creo que mucha gente no podría soportar esto, de ahí quizá que no todo hombre sea un escritor. Sí. Eso es, ésa es la diferencia. Esa es la verdad. La duda, la duda es escribir”. M.Durás
En “Mandorla”, la duda se refleja en la ventana ciega de la casa como si fuera en un espejo. Hay una trampa ahí. A Cielo, la voz narradora, el cuerpo protagonista, espíritu y materia en intersección, a ella digo, le gusta esa trampa de la ventana ciega porque escamotea precisamente el núcleo, el meollo mismo de la vida adentro, donde sucede el acontecer de ella y su hombre, el de sus hijos, y donde también se aloja la duda.
Entre las murallas construidas para alejar el espanto que gobierna, dentro de la casa y alrededor del trajín cotidiano, dentro de Cielo-madre, mujer multiplicada, amante sostén de los seres amados y a la vez sostenida en la calidez familiar, dentro de ella crece la duda y el deseo. El deseo siempre es un anuncio de aquello que seremos capaces de hacer. Y Cielo desea y se sabe capaz de ser un yo-otro, recrearse en otro plano y multiplicarse. Ella, que es la prisionera más libre y menos libre de la casa, desea emitir señales que atestiguen una existencia más allá del presente sin fin que la agota, un horizonte más amplio que esas paredes, y una representación de las cosas más exquisita que ese inventario deslucido de oraciones cortadas, desnudas, elementales. Cielo desea hondamente la libertad que dan los libros, la lectura, la palabra.
“… cuando haga coraje para todo esto empezará su nueva y verdadera vida”, piensa mientras las arañas tejen en los vacíos de la casa y un rayito de sol contrabandea luz desde el techo, y las ratas, como “las culpas de los hombres”, insisten en merodear, amenazar, cercar los sueños. Por ahora debe replegarse, soslayar el deseo, enfriar la sangre y mirar.
La protagonista de “Mandorla” anhela “el largo aliento del lenguaje” en tanto tienen, ella y el hombre que la enamoró, la maldición de la Poiesis, “Ah, sueño del arte, forma que reconozco mía, sueño de los sueños…” Mientras lava platos, cambia pañales y constata el abrigo y la salud de sus varones, espera. Mira como juegan los otros… “dejarles el paso libre—dice—correr los codos de la mesa para que se pongan cómodos. Aguantar. Rumiar el desquite”
Espera su momento de dudar, desear, ser en la palabra. Decir lo eternamente nuevo que se configura sobre los elementos del pasado, disponer los acontecimientos de la vida de tal forma que el punto de partida sea el punto de llegada. Todo el tiempo está en Cielo la presencia muda de esa especie de facultad paralela que aparece y avanza, esa locura de escribir, eso desconocido que se lleva dentro.
Espera su momento para desplegar la multiplicidad de destinos posibles: ese abanico en el cual Cielo es joven, estudiante, esposa, hermana, hija de Madre que vuelve a ser hija en ella, es semilla y memoria de tierras extranjeras y también habitante de la ciudad enmudecida por una época de horror. Es mujer que persiste en el empeño de una casa digna para los suyos y es compañera de un hombre con el que atraviesa el mapa de la vida y da forma a la tibieza de las sábanas.
Es Yocasta y Enigma. Cielo también es Tierra cuando por fin empieza a escribir la tarde con obstinación de poeta, aún cuando le cueste encontrar el tono, “despejar la sordidez de alguna tarde árida de inspiración”.
Cielo es, en su totalidad, Magna Mater: fuente, matriz, naturaleza que muere y renace en cada una de las estaciones, año tras año. Gran Madre que se multiplica, que “se expone a la infinita división de sus tejidos”, cuando Otra vez, una vez más, dará a luz, en alguna de las formas de la Creación.
“Debía llegar a parirse de nuevo, creación corregida, previsión de un destino que ella iría haciéndose en la niña que volvería a ser. Corregir aquel mundo que los encerró en la casa. Abrir un capítulo nuevo”.
La mandorla cruje a punto de estallar y estallar es un ir hacia fuera.
“Ella no es quien, brutalmente distorsionada en dos conciencias, dos latidos igualmente desbocados irradiando vidas en direcciones opuestas. Lo que comenzó diverge con furia. Pero es la misma piel. Y no puede dejar de rasgarse, de lastimar el yo que alberga al otro yo decidido a la luz y al reconocimiento”.
“Los libros son otro hijo” piensa Cielo en algún momento, desde algún lugar de la casa.
Al final de la novela, Cielo será testigo de si misma, desarrollo a la vista de su propio destino.
“Los libros son otro hijo” escribe Genoveva Arcaute en alguna página de esta primera novela que ve la luz.
Quiero decir que para mí éste es un relato donde el deseo de la escritura está profundamente latente y se despliega, en cierto sentido, de una manera simétrica a la existencia de los protagonistas. Hay en “Mandorla” un romance en la batalla cotidiana y valiente que encara esta pareja honesta en su sentir y consecuente en sus principios, un hombre y una mujer que comparten sentimientos muy profundos y auténticos, que construyen y resisten en medio de los avatares económicos, políticos, familiares que rodean la historia.
Pero también, detrás de los gozos y de las pérdidas, en la novela está narrada, con mucho de poesía, la contienda personal e íntima de una mujer que desea algo más, que se sabe dueña de una posesión, un plus de potencia que, en el desborde, necesariamente encontrará su cauce. En el lecho de esa vida sedimenta la creación.
“Nunca nos vamos de viaje por los ríos” dice un verso de un joven poeta conocido. Me gusta repetir esta expresión porque hay algo de oración ahí, que no es súplica sino demanda que espera el convite, la realización. No es negación sino que hay algo del orden del deseo. Creo que los escritores de todo género sueñan siempre con irse de viaje por los ríos. Navegar ríos de tinta, aventurarse en lo desconocido del papel.
Me tocó conocer a Genoveva en circunstancias bastante especiales. Yo digo que los ángeles meten la cola—o las alas—cada vez que alguien se encuentra y se reconoce en algo del otro. Esos encuentros son pequeños milagros que dan grandes satisfacciones, y eso fue lo que pasó cada jueves del último invierno, cuando compartimos un espacio muy particular, el de la Casa de la Poesía, en Buenos Aires. Mientras Genoveva leía sus poemas, yo sentía un pequeño sobresalto. Eran originales, pero además irreverentes, destructores en forma y contenido de esa cosa mítica que tiene lo eterno femenino. En sus versos los cuerpos se fragmentaban, se asimilaban a la tecnología, a los instrumentos, trasmutaban en orificios, líquidos, órganos, eran la representación de una violencia lingüística que, sin embargo, revelaba una cierto desamparo cercano a la ternura. Esa falta que de una u otra forma, nos delata en lo que tenemos de vulnerables los seres humanos; un agujero donde, a toda costa, buscamos que anide la Otredad.
Creo que en “Mandorla” hay un registro poético muy fuerte, una lectura posible que permite avanzar claramente en esa huella donde la poesía de Genoveva está, como toda su escritura, en pleno estallido, en plena cosmogonía de la que manan imágenes y sensaciones de gran intensidad.
“Desenrolla la amenaza como una venda sucia”—escribe por allí, para referirse a alguno de los seres mediocres que oscurecen las ilusiones de la familia.
“Fue uno de esos días de pie de hipopótamo que llegó la Promotora” para describir cómo los pies se le derraman en la fatiga del embarazo.
Finalmente, se me ocurre que si el título de esta novela parece difícil, y debe ser porque toda intersección remite a una encrucijada, y como tal implica un desafío. Pero también se puede entender como una confluencia, y entonces “Mandorla” alude a una aparición, en este caso lo que emerge de la esfera-cueva-útero-casa-, es esta gestación de un otro yo, que no reniega del anterior sino que lo integra, y se enriquece en lo plural. La valentía de Cielo para cambiar “esa lánguida postura echada que fue mi destino” como dice por allí, y transformarla, mediante la pluma de Genoveva, en un acto creador. Hacer de lo sensible un canal por donde la vida se vuelve productiva en otra dimensión.
Escribir es la duda, el deseo, el sueño por encontrar la otredad, eso que solamente se vislumbra en alguna de las formas del amor y/o en alguna de las formas de la Creación.
1 comentario:
Tendré que leerla...tú me dirás. como, donde y cuando....azpeitia
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